información y conocimiento

El escritor norteamericano David Foster Wallace dejó como legado la siguiente historia: “Dos peces jóvenes nadaban por el mar cuando se cruzaron con otro pez más viejo que lo hacía en sentido opuesto. Cuando se alcanzaron, el pez mayor preguntó a los jóvenes: – Buenos días. ¿Cómo está hoy el agua? – Los más jóvenes no le contestaron de inmediato y siguieron su camino. Al cabo de un rato uno de ellos se volvió hacia el otro y le preguntó: – ¿Qué es eso del agua?”.

Los que somos anteriores a la revolución digital crecimos con el mantra de que la información era poder. Sin embargo, la llegada de Internet con todas sus herramientas ha socializado el acceso a la información. Esta ya no es algo exclusivo de una minoría. En pocos siglos se han abierto las puertas de las bibliotecas de abadías y palacios, y se ha ofrecido acceso universal a todo el que quiera acceder a ese vasto universo de saber.

A la sociedad actual, no solo la caracteriza la ingente información disponible, también lo hace la constante producción de nuevos contenidos. Sirva este dato para demostrarlo: el 90% de toda la información disponible en el mundo ha sido creada en los dos últimos años.

La fábula de los peces de Foster Wallace es muy representativa del momento actual: no por estar inmersos en un mar de información conocemos más acerca del líquido que nos contiene. Es decir, estamos sobreinformados, pero no por ello mejor informados.

En mi libro “Actitud digital” (ed. Letrame), cuento la anécdota del verano del año pasado cuando nos juntamos unos amigos con sus hijos a ver un eclipse de luna. Todos los niños sabían a qué hora empezaba, que no habría otro hasta ciertos años después, que la luna se vería especialmente roja, etc. Lo sabían todo sobre ese eclipse porque los medios de comunicación venían tratándolo desde hacía días. El contrapunto fue que ninguno supo explicar bien por qué se producían los eclipses.

La información se construye a partir de los datos. Basta con reunir una serie de evidencias de manera adecuada, sin sesgos de ningún tipo, para obtener una pieza de información. Así, por ejemplo, los datos “raíz”, “rama”, “hoja”, “fruto”, me llevan a “árbol”. A partir de este momento, cada vez que me encuentre con esas evidencias concluiré que estoy frente a un árbol.

Saber lo que es un árbol no es suficiente para tirarnos al campo con seguridad. El problema puede venir si mi árbol de referencia era un olivo y ahora me enfrento a un manzano, o a otro que no tenga frutos, hojas o ramas. También, seré vulnerable cuando alguien me muestre uno de cartón piedra y me intente convencer de que eso es un árbol.

Hoy nos enfrentamos a una suerte de obesidad informativa que, como la alimenticia, nada bueno tiene que ofrecer. Acumular datos, bien sea de manera aislada o como conjunto informativo, resulta tan estéril como reunir miles de piezas de Lego en una caja; solo recogerán polvo y le privarán además de un espacio que puede ser muy útil para otras cosas.

Para superar las limitaciones de los datos, es necesario hacer un ejercicio adicional con la información que nos proporcionan y ponerla realmente en valor: convertirla en conocimiento.

Como hemos visto, nuestro árbol del ejemplo anterior tiene una utilidad muy reducida. Basta con alterar uno de sus rasgos para generar confusión e incertidumbre. En la medida que seamos capaces de profundizar en la categoría árbol y explorar su idiosincrasia, se nos abrirá todo un mundo de oportunidades, entraremos en un nivel de abstracción nuevo, aquel que nos permite manipular el concepto y crear nuevas realidades en torno a él: la botánica, por ejemplo.

Aquellos que saben convertir la información en conocimiento dedican tiempo a levantar sus propias construcciones con las piezas de Lego; saben crear formas complejas y aprenden a deshacer lo construido ante la llegada de nuevas piezas y alzar edificaciones más ambiciosas y estables.

Esta tarea no siempre es fácil y requiere de una serie de rasgos y habilidades que no están al alcance de todo el mundo. No solo me refiero a contar con un recurso intelectual suficiente, sino que también hablo de curiosidad, motivación y razonamiento crítico.

La estrategia de los mentirosos de la Red, los artífices de los bulos, es precisamente esa, aprovecharse de la incapacidad de muchas personas para trascender desde la información huérfana al conocimiento inequívoco. Las redes sociales arrojan porciones de Lego que son recogidas por personas que no saben cómo encastrarlas después. Juntan de forma arbitraria piezas de diferente naturaleza, algunas incluso piratas, y crean realidades abominables que se alejan del espíritu noble del conocimiento.

La inquietud por ir más allá de lo evidente debe ser inculcada en la escuela. A los niños, en su proceso formativo, se les debe estimular para desarrollar una sensibilidad especial hacia la exploración, hacia un conocimiento superior. Es necesario crear ciudadanos inconformistas, que sean resueltos en las preguntas e insatisfechos en las respuestas.

Si analizamos el modelo educativo imperante es fácil darse cuenta de que en ningún caso se promueve esa actitud, todo lo contrario, se bonifica la cultura de los datos, de la información superficial. Es el triunfo de las palabras frente al de las ideas.

Para ejemplificar este extremo me voy a remitir a un controvertido asunto ocurrido recientemente: la selectividad. Si usted ha estado informado, sabrá que el modelo de examen es muy diferente en cada región de España y que hay lugares, como Canarias, donde es extremadamente fácil aprobar con nota.

El análisis más somero del asunto es en sí elocuente: los canarios obtienen los peores resultados en el bachillerato y en la universidad y, por el contrario, son los mejores en selectividad.

Con el afán de alcanzar una cota mínima de conocimiento al respecto, busqué y localicé el examen de lengua que se hace en Madrid y el otro canario. El periodista que lo aportaba se rasgaba las vestiduras porque en las islas solo se exigía un comentario de texto, es decir, un análisis crítico de un pasaje, mientras en Madrid, además, se les preguntaba por autores de teatro del periodo de posguerra.

Sí, afirmaba el autor, el modelo madrileño es sin duda mejor sistema de evaluación. Eso es un examen de selectividad y no lo de los guanches. Claro, pensaba yo, no pasa nada por pedir a los peninsulares que, como los loros, enumeren una serie de autores de los que dudo mucho hayan visto o lleguen a ver una sola obra.

Este desencuentro no es un asunto menor porque materializa el problema de la educación actual, que prima el aprendizaje automático, el de la repetición, el de los datos sin recorrido mientras se minusvalora el otro de análisis, de razonamiento deductivo, de exploración. Los autores dramáticos no son más que información de poca utilidad hoy en día, datos inconexos. El comentario de texto es la esencia del conocimiento, una obra intelectual superior que crea adultos con criterio, inexpugnables ante la manipulación.

Ahora pregúntese, ¿qué es más probable que le responda Siri o Alexa? ¿Obras de Jardiel Poncela, por ejemplo, o el alcance social de una tribuna periodística que habla de la transformación digital?

Esta es la amenaza a la que nos enfrentamos hoy y que no parecemos ser capaces de atisbar: nuestra ventaja ante los ordenadores es la habilidad para reformular la realidad, los datos o la información desde la experiencia, la intuición y el criterio propio.

Puede que a la hora de valorar los exámenes canarios se utilice un enfoque más benévolo, parece que sí, pero no critiquemos que solo hagan un comentario de texto. Pocas cosas hay hoy más desafiantes que aprender leyendo entre líneas.

Antonio Pamos, PhD.

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